Aletheia, vol. 11, nº 21, e066, diciembre 2020 - mayo 2021. ISSN 1853-3701
Universidad Nacional de La Plata
Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación
Maestría en Historia y Memoria

Dossier: Literaturas, memorias, testimonios

Formas de (des)afección: Dos veces junio de Martín Kohan

Silvana Mandolessi

Katholieke Universiteit Leuven, Bélgica
Cita recomendada: Mandolessi, S. (2020). Formas de (des)afección: Dos veces junio de Martín Kohan. Aletheia, 11 (21), e066. https://doi.org/10.24215/18533701e066

Resumen: Este artículo analiza la novela Dos veces junio (2002) de Martín Kohan desde la teoría de los afectos. El narrador de Dos veces junio se caracteriza por la ausencia, la suspensión, la vacilación o la supresión de afectos. Asumiendo que las respuestas afectivas corresponden necesariamente al momento histórico y a la esfera de la cual emergen, el artículo explora esta desafección como un componente esencial del funcionamiento del régimen autoritario que la novela retrata. Así, se sostiene que el afecto es no solo esencial para iluminar una época histórica sino la manera en que el pasado pervive en el presente ya que las inscripciones afectivas son las depositarias del sentido más oculto –y más original– de la memoria.

Palabras clave: Afecto, Desafección, Literatura, Memoria, Kohan.

Forms of (Dis)Affection: Martín Kohan’s Dos veces junio

Abstract: This article analyzes the novel Dos veces junio (2002) by Martín Kohan drawing on affect theory. The narrator of Dos veces junio is characterized by the absence, suppression, wavering or suspension of affects. Assuming that affective responses necessarily correspond to the historical moment and the sphere from which they emerge, the article explores (dis)affection as an essential component of the authoritarian regime that the novel portrays. I argue that affect is not only essential to illuminate a historical epoch but also the way in which the past survives in the present since affective inscriptions are, as Ricoeur contends, the depositary of the most hidden but most original meaning of memory.

Keywords: Affect, Disaffection, Literature, Memory, Kohan.

Dos veces junio, novela publicada por Martín Kohan en 2002, comienza con la siguiente escena: un conscripto lee en un cuaderno de notas abierto la pregunta “¿A partir de qué edad se puede empesar a torturar a un niño?”. En lugar de sentirse afectado por esa pregunta el personaje se detiene en cambio en que la frase escrita en el cuaderno tiene un error de ortografía: empezar está escrito con s en lugar de con ‘z’ y esto es lo que perturba, antes que la imagen de un niño siendo torturado –o al menos la posibilidad o la inminencia– que se deriva de la pregunta. Lo que inquieta al lector inmediatamente –y por eso la escena es efectiva o incluso efectista, elegida para maximizar su efecto– es que el conscripto no sea afectado por la idea de torturar a un niño. Como ya advierte esta escena inicial, lo que caracteriza al conscripto en la novela es su incapacidad para ser movido, tocado, afectado por lo que lo rodea, algo potenciado por el hecho de que lo que lo rodea es el horror de la dictadura, ya que es el chofer del doctor Mesiano, miembro del aparato represor. Lo que cuenta como una admonición moral de parte del lector –¿cómo es posible que el conscripto no sea afectado por la idea de torturar a un niño?– se transforma en Dos veces junio en la pregunta que la novela entera se aboca a responder.

Dos veces junio no es la única novela en la que Kohan aborda el tema de la dictadura. Escribió en Ciencias Morales (2007), ganadora del premio Herralde, una novela que explora el funcionamiento del autoritarismo y la obediencia con el trasfondo soterrado de la guerra de Malvinas, más oblicuamente en Cuentas pendientes (2010), en un cuento que integra la antología Golpes: relatos y memorias de la dictadura (2016) y recientemente en Confesión (2020), sin contar la novela/ensayo Museo de la Revolución (2007). Un rasgo que vincula estas novelas, más allá del ‘tema’ es estar protagonizadas por personajes caracterizados por la desafección. No parecen ser movidos o afectados por los eventos en los que participan, como si algo les impidiera reaccionar adecuadamente –o previsiblemente. En escenas claves –como el encuentro del conscripto y la detenida en Dos veces junio o la escena del baño en Ciencias Morales– los protagonistas son literalmente incapaces de moverse, están físicamente paralizados por los eventos. Sin embargo, la razón de esa falta de afección es parcialmente incomprensible. Como el mismo Martín Kohan afirma en una entrevista, “el narrador de Dos veces junio también estaba construido de manera tal que cada tanto daba ganas de agarrarlo y sacudirlo un poco para que reaccionara… a mí me interesan esas figuras un poco irritantes o que van a menos, o que el lector en un momento se empieza a preguntar qué registra, qué no registra...” (Kohan, 2009).

El otro lado de esta falta de registro –la aparente incapacidad de los personajes de registrar lo que sucede– está en un exacerbado registro del entorno, una clase de registro muy particular que presta inusual atención a los más mínimos detalles –o que sólo presta atención a los detalles, en realidad– que a lo largo de la novela se expresa en un discurso obsesivo del cálculo y la medición.

En línea con esta interrogación que recorre toda su obra, Dos veces junio pone la historia en la voz de un narrador cuya característica principal es la ausencia, la suspensión, la vacilación o la supresión de afectos. Un cuerpo que no parece un cuerpo en tanto se muestra incapaz de ser afectado, de participar de encuentros, de ser el lugar de intensidades:

At once intimate and impersonal, affect accumulates across both relatedness and interruptions in relatedness, becoming a palimpsest of force-encounters traversing the ebbs and swells of intensities that pass between "bodies" (bodies defined not by an outer skin-envelope or other surface boundary but by their potential to reciprocate or co-participate in the passages of affect) (…) In this ever-gathering accretion of force-relations (or, conversely, in the peeling or wearing away of such sedimentations) lie the real powers of affect, affect as potential: a body's capacity to affect and to be affected (Gregg & Seigworth, 2010, p. 2).

Dada la recurrencia de esta característica en su obra, podríamos leer la literatura de Kohan como dominada por una “structure of unfeeling” (Berlant, 2015) a través de la cual interroga cómo la maquinaria represiva fue posible. No se trata de las emociones individuales que pueden experimentar los personajes, sino de una estructura afectiva que indica de qué manera un momento o una esfera histórica determinada regula e intensifica ciertas respuestas efectivas –y atenúa otras. Como señala Berlant (2011) dado que el afecto satura la forma, siempre se materializa localmente, lo que significa que las respuestas afectivas corresponden necesariamente al momento histórico y a la esfera de la cual emergen. La noción de afecto sirve entonces como una herramienta para comprender el micro-funcionamiento del poder autoritario, cómo se ejerce en los cuerpos de la población, pero no solo en los cuerpos cuando son el objeto directo de la violencia –siendo torturados, asesinados o desaparecidos– sino en aquellos otros que no son su objeto directo, para explorar la dialéctica de indiferencia, silencio y complicidad de aquellos que no se reducen a la dicotomía de víctimas y perpetradores pero son “implicated subjects” (Rothberg, 2019), esenciales al funcionamiento del aparato represivo. Esas figuras “anodinas, apagadísimas, sin ninguna iniciativa, puro acatamiento, puro sentido del deber y en ese sentido pura moralidad” son las que en gran medida explican que la maquinaria represiva funcione, engranajes que “son insignificantes y al mismo tiempo imprescindibles” (Kohan, 2009). En este sentido, la literatura de Kohan –al menos los libros mencionados y entre ellos Dos veces junio‒ es una literatura de la memoria que retrata el tiempo histórico no focalizándose en los eventos, las instituciones y las prácticas como el lugar de la comprensión, sino en los hábitos, en las figuras menores, lo ordinario. Como refieren Gregg y Seigworth, el término ‘fuerza’ no debe ser malinterpretado ya que el afecto no necesita ser especialmente enérgico, “in fact, it is quite likely that affect more often transpires within and across the subtlest of shuttling intensities: all the minuscule or molecular events of the unnoticed. The ordinary and its extra” (Gregg & Seigworth, 2010, p. 2). Por eso tampoco la categoría de trauma es realmente útil para leer el relato de la memoria en este caso, ya que la excepcionalidad asignada al trauma como un evento que provoca una disrupción en lo habitual es desplazada en favor de la interrogación de lo cotidiano. En la misma línea, Berlant prefiere analizar la crisis del presente alejándose de la categoría de trauma para privilegiar en cambio, la no-excepcionalidad: “I prefer tracking the work of affect as it shapes new ordinaries to the logic of exception that necessarily accompanies the work of trauma” (Berlant, 2011, p. 54).

Siguiendo a Berlant, “affect theory is another phase in the history of ideology theory” (53),

(…) The idiom that affect theory can provide encourages more than a focus on orthodoxies of institutions and practices. It can provide a way to assess the disciplines of normativity in relation to the disorganized and disorganizing processes of labor, longing, memory, fantasy, grief, acting out, and sheer psychic creativity through which people constantly (consciously, unconsciously, dynamically) renegotiate the terms of reciprocity that contour their historical situation (Berlant, 2011, p. 53).

En este artículo, me gustaría leer Dos veces junio en una matriz afectiva, utilizando las obras de Kohan para mostrar la productividad del paradigma afectivo en el estudio de la memoria y, por tanto, como marco teórico para leer e interpretar la literatura como forma mnemónica. En línea con el tema de este dossier, exploro muy brevemente en primer lugar por qué la literatura tiene un papel central como medio de memoria cultural.

Memoria, afecto y literatura

Como medio de memoria la literatura es omnipresente y cumple una multiplicidad de funciones mnemónicas que van desde la transmisión de imágenes del pasado, la negociación de memorias en conflicto a la reflexión sobre regímenes, procesos, actores y temporalidades de la memoria cultural. La centralidad de la literatura en la creación y la transmisión de la memoria colectiva se apoya en sus similitudes y diferencias respecto a procesos de memoria y olvido. De acuerdo a Astrid Erll (2011) en primer lugar, literatura y memoria exhiben notables similitudes en su funcionamiento. En un nivel fundamental, la memoria procede selectivamente: de la multiplicidad caótica o informe de eventos, procesos y actores que constituyen el pasado, la memoria colectiva selecciona solo unos pocos elementos, a los que organiza, sintetiza y ordena en una constelación que los dota de sentido. Esta construcción es un proceso creativo que también es propio de la literatura. En particular, podemos distinguir tres intersecciones centrales entre literatura y memoria (Erll, 2011, pp. 145–149): condensación, narración y el uso de géneros como formatos disponibles culturalmente para representar los eventos y experiencias del pasado.

“Condensación” refiere a uno de los principales efectos de las formas literarias –como la metáfora, la alegoría, el símbolo– que es la unión y superposición de varios campos semánticos en un espacio muy pequeño, procedimiento que también caracteriza a la formación de la memoria colectiva: la compresión de una serie compleja de ideas, imágenes o afectos del pasado en un objeto de memoria singular, lo que abre el objeto a interpretaciones diversas. Un recorrido por conceptos claves de los estudios de memoria revela la condensación como mecanismo central: desde ‘pathosformel’ de Aby Warburg, o ‘topos’ de E.R Curtius a lieu de mémoire de Pierre Nora o Erinnerungsfigur (figura de memoria) de Jan Assman. “Lugares de memoria”, para Nora, refieren precisamente al punto de confluencia en el que sucesivas –y dinámicas o incluso contradictorias– capas de sentido convergen en un mismo ‘lugar’ –u objeto.

“Narración” designa el mecanismo fundamental que conforma la memoria, el que permite la organización de la multiplicidad de datos caóticos que conforman el pasado en una construcción significativa. Si la memoria es inherente –o exclusivamente– narrativa es objeto de debate, por ejemplo, en relación al rol de la fotografía como medio de memoria. ¿Construimos una historia a partir de la imagen congelada que vemos? ¿Reponemos la historia de la que la imagen funciona como clave? Si los contextualistas tienen razón, entonces la fotografía no es tan importante por la cualidad inherente del medio, el esto-ha-sido barthesiano, sino por la capacidad de desencadenar un afecto que nos conecta ‒pero antes, debe estar conectada a‒ una narrativa de la que obtiene sentido. Como afirma John Berger en contra del significado “instantáneo” asignado a la fotografía, “an instance photographed can only acquire meaning insofar as the viewer can read into it a duration beyond itself. When we find a photograph meaningful, we are lending it a past and a future” (Berger, 2002, p. 49). Por último, la referencia a los géneros cuando leemos ‒en la conocida observación de Borges de que empezamos a dudar si leemos las palabras iniciales del Quijote como si fuera una novela policial‒ es tan productiva en la literatura como en la conformación de la memoria colectiva. Los géneros (literarios) pero también (de memoria) son marcos que condicionan nuestras expectativas, no solo produciendo, es decir en sentido positivo, permitiendo la construcción de ciertos significados sino también frustrando o al menos ocultando otros. Como sostiene Erll, debido a que los procesos literarios y mnemotécnicos tienen muchas semejanzas, la literatura parece ideal para ser un medio de memoria cultural. Y sin embargo, las obras literarias no deben considerarse simplemente equivalentes a otras formas simbólicas que desempeñan un papel en la creación de la memoria cultural, como crónicas, historiografía, textos legales, escritos religiosos y cuentos míticos, sino también ser apreciadas en sus características distintivas (Erll, 2011, p. 149). Entre ellas, una de las más frecuentemente mencionadas es el concepto de ‘heteroglosia’ de Bajtin, la cualidad de las obras literarias de representar en el espacio de un texto una variedad de discursos que conllevan, cada uno, específicas visiones del mundo, objetos, significados y valores. La literatura da voz a diferentes posiciones epistemológicas e ideológicas conectadas a esos lenguajes, mostrando el modo en que los discursos sociales se contradicen, se intersectan, dialogan. Creo que, en este marco, podría ser productivo reemplazar el término ‘discurso’ en la definición de Bajtín, por el de ‘afecto’ para considerar a las obras literarias como especialmente aptas no solo para escenificar la ‘interdiscursividad’ sino también poner en escena cómo distintos ‘sensorios afectivos’ conviven y dan forma a un momento histórico.

Dos veces junio

Como señalé anteriormente, Dos veces junio se destaca por un personaje cuya característica principal es la ausencia de afecto. La desafección del recluta se inscribe consistentemente a lo largo de la novela a través de su voz, ya que él es el narrador además del personaje principal y, por lo tanto, todos los hechos ‒pero más importante en este caso, los afectos que estos hechos despiertan o no despiertan– llegan a nosotros a través de este medio. Es el tono, la inflexión, la sintaxis de la voz –la dimensión corpórea de la voz– lo que sirve, más que cualquier otro rasgo, para individualizar al conscripto, pero, al mismo tiempo, la novela trabaja para desindividualizar la voz y provocar la sensación de que él es hablado por esa voz parafraseando a Barthes. Es la voz de un individuo, pero también una voz que lo trasciende, dado que el afecto es “at once intimate and impersonal” (Gregg & Seigworth, 2010, p. 2).

La trama de la novela es reducida. La primera parte narra la búsqueda del Dr. Mesiano, un médico que sirve al aparato represivo y para quien el conscripto actúa como chofer. El Doctor Mesiano ha abandonado el CCD para ver un partido de fútbol del Mundial 78, que Argentina perderá. El doctor decide entonces ir a un motel con el conscripto y su hijo a “salvar la noche” y luego de esto, irán finalmente al centro de detención de Quilmes a resolver la pregunta planteada al inicio. En lugar de torturar al bebé lo apropiarán para entregárselo a la hermana del Dr. Mesiano. Mientras el conscripto espera fuera de la habitación en que el Dr. Mesiano y el Dr. Padilla discuten el caso, la voz espectral de una detenida, la mamá de ese bebé, le hablará por debajo de la puerta diciéndole lo que sucede en el centro de detención, lo que le han hecho y pidiéndole ayuda para ella y su bebé, ayuda que el conscripto le niega. La segunda parte se sitúa en 1982. El mismo personaje, ya no un conscripto sino un estudiante de medicina, lee en el periódico que el hijo de Mesiano ha muerto en la guerra de Malvinas. Decide entonces ir a visitarlo y en una trivial reunión familiar ve al bebé que había sido apropiado, al que llaman ‘Antonio’ en lugar de Guillermo, nombre que él sabe fue el elegido por su madre al nacer. La novela finaliza con un sueño en el que una prostituta se aparece al personaje, repitiéndole “Matame, soldadito matame”.

En la voz del conscripto, el día en que el relato ocurre “las cosas iban a salirse de su cauce normal. La apreciada regularidad que nos permitía ser como engranajes en una máquina que nunca falla iba a interrumpirse justamente ese día” (Kohan, 2005, p. 45). El argumento, sin embargo, no ocupa el peso de la narración, sino que en cambio está alimentada por la descripción de esa “apreciada regularidad”, una regularidad expresada en los hábitos que organizan la rutina y en la descripción del orden. Por ejemplo, se describe minuciosamente la rutina diaria de asear el coche en el que el conscripto traslada al doctor Mesiano:

Lo primero, a la mañana, era poner el coche en condiciones. Con un trapo rejilla había que secar las gotas del rocío de la noche y después pasar una franela que le sacara brillo a la chapa azul. En las madrugadas de junio, como era el caso, el auto amanecía cubierto de escarcha. Lo mejor era echar agua bien caliente para deshacer el hielo; después pasar el trapo, y después pasar la franela. No importaba lo reluciente que pudiera estar el coche. Había que cumplir con esa rutina. Solamente los días de lluvia justificaban su suspensión (Kohan, 2005, p. 39).

O se detiene en el registro escrupuloso de los objetos de un depósito en el centro de detención de Quilmes:

Pasando las oficinas, pero siempre en el entrepiso, estaba también el depósito. En el depósito había, entre otras cosas, dos televisores, uno grande y uno chico, cada uno con su antena (el chico tenía un celofán amarillo pegado sobre la pantalla, para dar sensación de color a las imágenes); un equipo de radio y pasacasete (radio AM/FM y onda corta); una afeitadora Philishave; dos tocadiscos estereofónicos, una pila de pantalones de varón y una pila de pantalones de mujer (la mayor parte, en una y otra pila, eran pantalones vaqueros); algunas zapatillas, no sé si todas con su par correspondiente; algunas botas de cuero o de gamuza; un ventilador Yelmo (con rotor); una linterna a pilas con dos intensidades de luz (Kohan, 2005, p. 118).

Todo en este mundo es cuidadosamente ordenado, pulcro, metódico, exacto, sistemático, como, por ejemplo, la rutina de “poner el coche en condiciones”. Como afirma Dalmaroni,

la obsesión de orden numérico recorre todo el relato; desde los títulos de cada capítulo, todo en Dos veces junio es organización disciplinada por el cálculo y todo se mide, se numera y se lista: cantidades de espectadores en el estadio, de pobladores en el país, nóminas de próceres o de caídos en combate; edades, pesos, estaturas, pulsaciones, latidos, contracciones, orgasmos, horas diarias frente al televisor, límites y resistencias; fechas, horarios, citas; distancias, domicilios, zonas, jurisdicciones; teléfonos, modelos de autos, líneas de colectivos, goles a favor, goles en contra, derrotas consecutivas (Dalmaroni, 2004, p. 165).

Cuando algo no aparece naturalmente ordenado en la realidad, es el conscripto quien ordena el caos para nosotros, presentando la información como una imagen diseccionada, como en el caso del depósito. El depósito puede ser y de hecho es, un encuentro caótico de objetos dispares, pero no se nos cuenta como desorden. La forma que asume la narración es aquí, como en muchos pasajes, la del inventario. El conscripto inventaría los objetos: hay un ventilador, y es Yelmo, y tiene un rotor. ¿Qué afecto transmite la narración de un inventario? El conscripto ordena, asigna un lugar cada cosa, nos da información sobre cada cosa, incluso cuando esa información es a todas luces innecesaria. La producción del orden tiene variantes, o mejor variables. Por ejemplo, los jugadores de fútbol que integran la selección argentina del 78 pueden ser listados por sus nombres “Fillol, Ubaldo Matildo; Olguín Jorge Mario; Galván, Luis Adolfo…” (p. 46), por sus posiciones “Fillol, arquero; Olguín, marcador de punta por derecha; Galván, marcador central por derecha...” (p. 47), por la precedencia de sus integrantes “Fillol, River Plate; Olguín, San Lorenzo…” (p. 48); la numeración de sus integrantes “Fillol, cinco; Olguín, quince; Galván, siete…” (p. 50); por las fechas de nacimiento de sus integrantes “Fillol, 21 de julio de 1950; Olguín, 17 de mayo de 952; Galván, 24 de febrero de 1948…” (p. 51) y también a la estatura y al peso. Las listas –junto a los mapas– son la forma privilegiada que asume el orden en la narración. De hecho, la novela se abre y se cierra con listas, que pueden leerse en un espejo invertido: se abre con las listas del sorteo de la colimba, en la cual sabemos que al conscripto le toca el número 640 y por lo tanto, el destino de tierra; es este número –su posición en una lista– lo único que identifica al personaje en Dos veces junio ya que nunca sabremos su nombre; este número y su rol, ‘mi soldadito’, pronunciado alternativamente con un matiz cariñoso por la madre y la prostituta –“Y entonces mi madre dijo: ‘¡Mi soldadito!’, llorando de emoción”, y “matame, mi soldadito, matame” (Kohan, 2005, p. 15)– y que encuentra su negativo en la detenida –“Vos no sos uno de ellos” (Kohan, 2005, p. 135). La lista que cierra la novela es una lista de muertos: “La noticia dice que el Ministerio de Interior ha suministrado una nueva lista, fehacientemente chequeada y confirmada, de caídos en combate. Reviso la lista (…) hasta que encuentro el nombre de Sergio Mesiano” (Kohan, 2005, p. 161). Las listas en el final no son tan perfectas como en el principio, se solapan, se desacomodan, son incompletas, son inconsistentes; además de un signo de que el orden ha comenzado a desintegrarse, se evocan las listas que han empezado a hacerse de aquellos “que simplemente no se saben dónde están” (p. 165).

Las listas como forma estructurante de la narración encuentran el punto máximo de sentido cuando aparecen fuera de lugar, aquellos en los que la historia se encuentra en un momento culminante pero en lugar de narrarlo, la voz del conscripto ocluye esa información sobre lo que sucede con información fáctica. En el episodio en que el doctor Padilla y el doctor Mesiano discuten sobre si es posible torturar o no al bebé, el conscripto inserta información sobre los tipos de balanza –además de sus usos y su historia desde un propósito comercial a uno médico:

La balanza tiene un límite máximo de capacidad: son los ciento cincuenta kilos. Por encima de ese límite, no solamente no marca, sino que puede llegar a estropearse su mecanismo (p. 124). La balanza tiene también un límite mínimo de capacidad: por debajo de los cinco kilos, no pesa (…) (p. 125) Las balanzas de mayor capacidad de medida son las que cumplen funciones comerciales. Son las que se emplean para controlar los camiones de carga (…) (p. 126).

Los dos discursos se encuentran en torno al mismo objeto, pero son a la vez opuestos: en uno la balanza está en el centro de la tensión afectiva –la tortura del bebé–, en el otro es el objeto de un orden en el que el afecto está ausente. Esa estructura afectiva encarna la utopía autoritaria del orden perfecto, una utopía que es en última instancia pura inmovilidad, asignación a cada cosa del lugar que le corresponde, ausencia de error, de desvío, de deriva. María Teresa en Ciencias Morales se obsesiona con controlar que cada centímetro de los uniformes escolares tenga la medida que debe tener, el conscripto en Dos veces junio se dedica a ordenar cualquier situación de la realidad en la que por definición los cuerpos se desordenan, se afectan, se confunden –un partido de fútbol, una discusión acalorada, un acto sexual– imponiéndole un discurso que despoja a los cuerpos de su capacidad para afectar y ser afectados, para actuar, relacionarse, para conectarse. Como la novela muestra, una lógica de la desafección es la expresión ‒y la condición de posibilidad‒ de una utopía totalitaria del orden perfecto: “the utopian dream of the perfectly ordered society justifies authoritarian violence. Moreover, these utopian ‘ideal’ societies are often so perfectly ordered that they become ‘perfect’ in a scary way. Deviations and mistakes are not allowed in the perfectly ordered society” (De Cauwer, 2017, p. 299); ambas son inescindibles. Lo que el conscripto encarna –de manera similar a María Teresa en Ciencias Morales‒ es el orden transformado en pulsión.

El orden, sin embargo, no es estrictamente representado, sino performativizado en la novela. Esto es visible sobre todo en las listas, los inventarios. En estos segmentos de la novela el discurso deja de representar, –el vínculo con el referente se vuelve equívoco; antes que, o más que, representar el orden perfecto, lo performativiza.

Hay enfoques muy diferentes de la relación entre afecto y literatura. Desde una perspectiva convencional, uno de los principales atributos de la literatura es su capacidad de provocar empatía en el lector, a través de la narración de historias en las que somos conmovidos por la identificación con ciertos personajes o la representación de ciertas emociones –los libros de Patrick Colm Hogan, What literature teaches us about emotion (2011b) o Affective Narratology (2011a) estarían en esta línea. Me parece más interesante, en cambio, la perspectiva que relaciona afecto no con el carácter representativo de la literatura sino con el performativo, como propone Alex Houen en la introducción al número especial de Textual Practice (2011) sobre afecto y textualidad, o en el prólogo a la impresionante compilación recientemente publicada Affect and Literature (2020). Aunque la división clásica entre emoción y afecto ha sido ya ampliamente discutida, subrayando lo difícil que resulta distinguir nítidamente entre estos términos, sin embargo sigue siendo útil para señalar las dos vertientes principales dentro del giro afectivo –”Silvan Tomkins's psychobiology of differential affects (1962) (Sedgwick and Frank) and Gilles Deleuze's Spinozist ethology of bodily capacities (1988a) (Massumi)” (Gregg & Seigworth, 2010, p. 5). Mientras que los afectos refieren a intensidades no-representacionales y no-cognitivas, las emociones emergen cuando esas intensidades son narrativizadas, nombradas y representadas como parte de una experiencia individual. “Affects are non-subjective, asignifying forces that are ‘narratively delocalized’ and ‘disconnected from meaningful sequencing’ (Massumi 25); emotions, for their part, are ‘the conventional, consensual’ absorption of affect ‘into function and meaning’” (Vermeulen, 2015, p. 28). Si seguimos esta división, la capacidad atribuida a la literatura para moldear hechos significativos y evocar la profundidad psicológica que hace que los personajes estén disponibles para su identificación, se acerca al concepto de emoción, mientras que la literatura que presenta a sus lectores con personajes sin profundidad psicológica o sin deseos significativos –como es el caso de Dos Veces Junio– se alinean con la noción de afecto. En Dos veces de junio no leemos ninguna emoción particular en el conscripto ni se despierta ningún sentimiento particular en el lector –la única excepción, tal vez, sea la secuencia posterior a la derrota del partido de fútbol de la selección, ​​cuando la tristeza de la multitud se representa en detalle. Por lo demás, el lenguaje de la novela recita listas, inventaría objetos, describe hábitos, en una especie de mantras que performativiza en el sentido de performance y también en el clásico sentido de Austin, en que decir es hacer –en lugar de representar– la desafección: “Feeling and rhythm, which is concomitant bodily potential of feeling, take place in the whole body (…)” (Houen, 2011, p. 215). A través de la recitación de estas listas, la desafección del orden perfecto se realiza ‒poéticamente, podríamos decir‒ en el lector. La intención no es provocar lo contrario, es decir, que seamos llevados a sentir allí donde el recluta permanece indiferente o desapegado, lo que equivale a restaurar de un modo más intrincado el propósito tradicional de provocar empatía en el lector. Lo que la literatura quiere mostrar aquí es cómo la regulación del afecto es efectiva, cómo es posible, con qué eficacia funciona –y no cómo falla.

El vínculo entre la utopía del orden autoritario y la desafección se expresa también en la concepción del cuerpo, dado que no hay afecto sin inscripción en el cuerpo. Para Mesiano, que es naturalmente el exponente máximo del orden represivo en la novela, los cuerpos utópicos son aquellos que han devenido totalmente disociados de sí mismos, quienes han logrado alcanzar un estado perfecto de desposesión o desafección:

¿Qué puta no sabe que su cuerpo no es suyo? Así razonaba el doctor Mesiano. Una puta entiende que su propio cuerpo no le pertenece, o por lo menos que no le pertenece del todo. El enfermo terminal consigue, aunque muy por otro camino, arribar a esa misma certeza. Hay algo en su cuerpo que ya no tiene nada que ver con él. Por eso estas personas se entregan tan dócilmente, a los clientes en un caso y a los médicos en el otro: porque dan su cuerpo sin darse ellos. Así razonaba el doctor Meisano, y sostenía que al llegar a ese estado las personas adquirían, paradójicamente, un poder muy particular. De alguna manera lograban una prodigiosa afinidad con lo que pasa en una guerra. Porque en una guerra los cuerpos ya tampoco son de nadie: son pura entrega, son puro darse a una bandera y a una causa. Así razonaba el doctor Mesiano: cuando en la guerra se acciona sobre un cuerpo, se está accionando sobre algo que ya no le pertenece a nadie. De ahí su interés por las putas de Vietnam, que habían llegado a ser, a un mismo tiempo, y maravillosamente, prostitutas, enfermas terminales, instrumentos de guerra (Kohan, 2005, p. 120).

Cuerpos dispuestos al sacrificio, cuerpos que son totalmente disponibles porque han sido previamente desposeídos –ya no son ni siquiera la posesión de los sujetos a los que pertenecen, cuerpos que han sido vaciados de su potencial afectivo. “Un cuerpo era una cosa igual que las otras cosas” (Kohan, 2005, p. 90). Por lo tanto, incapaz de afectar y ser afectado, una utopía de un cuerpo sin afecto, “porque dan su cuerpo sin darse ellos”. Cuerpos absolutamente dóciles porque son incapaces de ser movidos por otros cuerpos –solo desean participar de la lógica de la guerra– estos son los cuerpos perfectos para el régimen autoritario. En última instancia, el cuerpo perfecto es el cuerpo muerto.

Afecto y realismo

Leer Dos veces junio desde una matriz afectiva implica desplazar la novela del paradigma realista. Para ver por qué la novela no es realista, es útil compararla con Villa, de Luis Gusmán, con la que tiene muchos puntos en común –que contribuyen a ver mejor qué las separa.

Dos veces junio se abre con un epígrafe de Luis Gusmán, en el que se lee “En junio murió Gardel, el junio bombardearon la Plaza de Mayo. Junio es un mes trágico para los que vivimos en este país”. Además de explicar –parcialmente– el título de la novela, el epígrafe establece una filiación explícita con Gusmán, y aunque no aparezca mencionada, hace pensar en una novela de Gusmán que también retrata la última dictadura militar: Villa, publicada en 1995. La crítica destacó desde el inicio lo que ambas novelas comparten: la medicina es la profesión de los protagonistas –Villa es médico, el conscripto de Dos veces junio es estudiante de medicina–, los dos son perpetradores, aunque ambos también de manera lateral o marginal; en las dos novelas los personajes principales tienen una fuerte relación con un superior al que ven como modelo o guía. La posición de estos personajes dentro del sistema de la dictadura permite retratar, a través de ellos, el funcionamiento íntimo o clandestino del aparato represivo. El recorrido de los personajes por los centros de detención, pero también por el ‘afuera’, conecta ambos espacios, los separa al tiempo que muestra su contaminación. Estas semejanzas llevaron a establecer una especie de filiación directa entre ambas novelas. Miguel Dalmaroni, por ejemplo, las sitúa en las mismas coordenadas proponiéndolas como ejemplo de un ‘giro’ en la narración postdictatorial: a mediados de los 90 se registraría la emergencia de “nuevas narrativas de la memoria del horror”, distinguibles de una fase anterior, compuesta tanto por un primer período –el de la oblicuidad, la fragmentación o el ciframiento alegórico de novelas como las de Piglia y Saer– como por la signada por el informe Nunca más de la CONADEP y el por el juicio a las juntas –dominada por la totalización del sentido propia del testimonio. En el centro de esa nueva fase coloca a Villa y Ni muerto has perdido tu nombre, de Gusmán, y Dos veces junio de Martín Kohan, caracterizadas por “la posibilidad de narrar refiriendo por completo, y de modo directo, los sucesos y acciones más atroces o inenarrables” (Dalmaroni, 2004, p. 159).

Sin embargo, las coincidencias entre ambas sólo contribuyen a subrayar lo que las distancia. Y no poco de esa distancia radica en las diferentes posiciones que ambas asumen frente a las estrategias del realismo, que también podemos leer como diferentes maneras de la relación entre afecto y literatura. Villa es una novela realista que se centra en la descripción de emociones ‒principalmente el miedo‒ mientras que Dos veces junio sólo se encuadraría en una estética realista si definimos realismo, como Fredric James sugiere, “less an aesthetic style or a capacity to portray a state of affairs than an epistemological claim to make the historical present perceptible despite (or because of) temporal (chronological) organization” (Jameson, 2012, p. 478). En Villa Gusmán elige retratar una figura ‘gris’, tangencial en el funcionamiento del aparato represivo que termina por colaborar, aunque la novela sugiera que no lo mueve ninguna convicción –especialmente ninguna convicción ideológica– sino lo opuesto. El ‘termina’ por colaborar se refiere a que Villa parece ser llevado por las circunstancias, por el desarrollo irrefrenable de los acontecimientos históricos, antes que por su propia decisión. Otros –y otras, entre ellos su propia mujer– deciden por él; Villa no tiene la suficiente personalidad para oponerse y silenciosamente, acuerda. Para construir el personaje de Villa Gusmán utiliza dispositivos de una narración realista. El lector se enfrenta a la trayectoria vital completa del personaje: desde el primer amor y los primeros pasos en la profesión, seguimos a Villa en su relación con sus superiores para luego ver cómo el contexto se transforma y se vuelve cada vez más violento, internándose en la época más siniestra de la dictadura. Villa cambia de posición, pero no muestra ninguna evolución. Es precisamente esta coherencia de carácter lo que hace de él un personaje realista. Los actos miserables de Villa son cuidadosamente explicados a través de la motivación psicológica. Como señala Panesi, Villa es un sujeto servil constituido en el miedo y por el miedo, incapaz de cualquier acto que pudiera redimirlo ante los ojos del lector. Lo que leemos en Villa, en todo caso, es la representación de emociones –el miedo, quizás el más fuerte. El resultado de esta meticulosa construcción es la distancia insalvable que se establece con el lector, una distancia que no tiene nada que ver con el ‘mal radical’ sino con la más despreciable cercanía de lo ínfimo, lo mediocre, lo acomodaticio, lo prescindible. En la delgada continuidad entre ser o no ser un “argentino ordinario” –aquel que está leyendo el texto– la balanza se inclina por apartarlo de nosotros: “Aún si alcanzamos en algún momento a vernos en él como en un espejo –afirma Dalmaroni– finalmente [sabemos] que Villa es menos que nosotros, que es definitivamente peor que nosotros, y nos [repugna] más de lo que alcanza a atemorizarnos” (Dalmaroni, 2004, p. 161).

El protagonista de la novela de Martín Kohan, al contrario, es un joven conscripto que permanece anónimo y que sólo es nombrado por el número cuatrocientos sesenta y siete, número que designa su ingreso al servicio militar. En los extremos opuestos, el del azar de un número asignado en un sorteo y el del matiz afectivo e íntimo de la madre, o el impersonal de una prostituta, ninguno contribuye a individualizar al conscripto. A diferencia de Villa, del conscripto sabremos muy poco, el personaje carece de profundidad psicológica, sus actos no están motivados. Por lo tanto, no hay identificación, porque el conscripto no representa un individuo –ni tampoco un tipo‒ sino es la encarnación o el vehículo de la estructura afectiva que la novela performativiza.

Hasta ahora me he centrado en el sensorio afectivo del recluta que domina la novela, pero hay otro que, aunque reducido a pequeños fragmentos, resulta fundamental para la arquitectura de la novela. Sin la voz de la detenida la novela perdería su soporte ético. En el primer capítulo y en el encuentro clave, escuchamos la voz de una mujer que susurra sobre su parto en el Centro Clandestino de Detención. Contrariamente al sensorio afectivo del recluta en este caso se trata de un lenguaje encarnado, cargado de los fluidos del cuerpo, las sensaciones físicas de dolor que se acentúa en la alusión al parto. Aquí, el registro de la novela nos lleva a una zona completamente diferente, en la que se exponen toda la afectividad negada por el recluta. Ocurre brevemente, pero es suficiente para revelar lo que niega el sensorio afectivo en el resto del texto.

En el encuentro del recluta y el detenido, ambas fuerzas afectivas colapsan. Se trata del único momento en el texto en que el protagonista pierde su distanciamiento y reacciona emotivamente, primero dominado por el miedo ante la posibilidad de que esos dedos que salen por debajo de la puerta lo toquen –“Yo no quise sentir el tirón y me quedé quieto” (p. 136), “No me moví porque si me movía capaz que sentía el tirón en el pulóver, de ella que me agarraba. Y no quería. Tampoco quería escucharla pero ella seguía hablando” (p. 137)– y luego por la ira, que va creciendo en intensidad ante la negativa de ella de hacer silencio −“Callate, callate vos”, “Estás muerta, hija de puta”, le decía yo, y ella me decía que avisara por el hijo. “Callate de una vez”, le dije yo, “no hables más, hija de puta, no ves que ya estás muerta” (p. 139). Y en el final, la confirmación, previsible, de que no la ayudará: “Yo le dije que se callara, le ordené que se callara, pero no lo hizo. Me pidió que la ayudara. Yo le dije: “No ayudo a los extremistas” (p. 140).

El lector puede reconstruir la escasa información que se da sobre quién habla en el caso de la detenida porque esa voz remite a los testimonios conocidos a través de una amplia circulación social. La imagen de una mujer dando a luz en la ESMA y el posterior robo del bebé es una figura emblemática de la dictadura militar. El texto puede apoyarse sobre ese conocimiento y no necesita narrar lo que el lector ya sabe. Sin embargo, esa voz espectral, esa disociación entre cuerpo y voz aleja sus palabras del testimonio, de una lógica –la del testimonio jurídico– cuya afectividad y, sobre todo, cuya relación con el que escucha, es diferente. El testimonio jurídico sucede en una escena colectiva, en la que la presencia de un cuerpo visible, frente a la audiencia, garantiza la verdad de lo que la voz testifica como experiencia propia. Esa voz habla a todos y en definitiva a una instancia abstracta, la ley, que solicita transformar lo privado en un hecho y un acto público. Como testigos, somos interpelados en ese carácter de formar parte del público, en nuestra contribución a encarnar lo público. El fantasma, en cambio, susurra. Su voz nunca está dirigida a un público, sino que siempre elige manifestarse a un individuo particular. El fantasma siempre me habla, nos hace destinatarios –y siempre de manera individual– de un mensaje que no puede ser comunicado abiertamente. El tono del fantasma es el tono de lo íntimo; comunica un secreto y es escuchado, aun cuando nos fuerce a escucharlo, desde esa comunión afectiva que instaura. Por eso la representación de la desaparecida en Dos veces junio es tan efectiva y aunque reconocemos la escena, es como si escucháramos esa voz por primera vez. Al mismo tiempo en ese susurro, casi inaudito, que nos acerca en esa escena íntima, se encuentra la única posición que resiste a la lógica de la desafección, la única voz que se opone.

Conclusión

Dos veces junio intenta responder a la pregunta planteada en el inicio –cómo es posible que el conscripto permanezca impasible ante la lectura del cuaderno– exponiendo un régimen afectivo particular: la neutralidad, el desapego, la apatía, la indiferencia, la impasibilidad, formas de la desafección. Estas formas de no-afecto son solidarias de una utopía del orden perfecto que el régimen autoritario instauró, son su expresión a la vez que su condición de posibilidad. Que el texto elija retratar un sensorio afectivo como clave histórica sirve para mostrar la importancia de explorar el pasado en clave afectiva, “the powers of the affects and the political possibilities they pose for research and practice”, como sostiene Michael Hardt (2007, p. 12). Pero también porque, como sostiene Ricoeur, el pasado solo pervive en el presente como inscripción afectiva: “It is a primordial attribute of affections to survive, topersist, to remain, to endure, while keeping the mark of absence and of distance” (Ricoeur, Blamey & Pellauer, 2009, p. 427). Las inscripciones afectivas son las depositarias del sentido más oculto –y el más original– de la memoria.

Referencias

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Recepción: 06 Octubre 2020

Aprobación: 21 Octubre 2020

Publicación: 01 Diciembre 2020

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